Como ya nos encargamos de explicar durante la exposición del lunes en el módulo "Contexto y Metodología de la Intervención Social" referida a la Ley 29/2006, de 14 de diciembre de Promoción de la Autonomía Personal y Atención a las personas en Situación de Dependencia (en adelante, Ley de dependencia), la Ley de Dependencia define en su exposición de motivos las implicaciones y atribuciones de lo que considera como "cuarto pilar del Sistema de Bienestar Español".
Esta
fórmula genérica se plasma en los conocidos como tres pilares del Estado de bienestar:
educación, pensiones y sanidad, al que se añade ahora un nuevo desarrollo de
los Servicios Sociales del país que, a través de las prestaciones ligadas a la
Ley de dependencia, amplía y complementa la acción protectora del Sistema
español de bienestar, avanzando en el modelo de Estado social que consagra la
Constitución, potenciando el compromiso de todos los poderes públicos en
promover y dotar los recursos necesarios para hacer efectivo un sistema de
servicios sociales de calidad, garantistas y plenamente universales. En este
sentido, el Sistema de Atención de la Dependencia es uno de los instrumentos
fundamentales para mejorar en esa dirección (la de instituirse en “cuarto pilar
del Estado de Bienestar”) la situación de los servicios sociales. Así lo
enuncia la propia Ley de dependencia en su exposición de motivos:
“Si en 1978 los
elementos fundamentales de ese modelo de Estado del bienestar se centraban,
para todo ciudadano, en la protección sanitaria y de la Seguridad Social, el
desarrollo social de nuestro país desde entonces ha venido a situar a un nivel
de importancia fundamental a los servicios sociales, desarrollados
fundamentalmente por las Comunidades Autónomas, con colaboración especial del
tercer sector, como cuarto pilar del sistema de bienestar, para la atención a
las situaciones de dependencia” (Exposición de motivos, Ley 39/2006, de 14 de diciembre. BOE núm.299).
La posibilidad de una ciudadanía y de una identidad vulnerables
Pero
esta noción de “cuarto pilar” va mucho más allá, o al menos es así como
entendemos la repercusión que sobre los modernos sistemas de bienestar y sus
representaciones tiene su aprobación. No sólo institucionaliza a nivel público
el llamado “apoyo informal” o de “cuidados”, removiendo con ello los cimientos
del sistema español, en este punto, también, familista y patriarcal, ampliando
la esfera de ‘lo político’, sino que implica una ruptura a otro nivel. El
objetivo explícito de la Ley de dependencia es atender las necesidades de
aquellas personas que por encontrarse en situación de especial vulnerabilidad
requieren apoyos para desarrollar las actividades esenciales de la vida diaria,
alcanzar una mayor autonomía personal y poder ejercer plenamente sus derechos
de ciudadanía. Sin embargo, lo que se desliza de su enunciado, o, mejor dicho,
de su enunciación, es en un sentido más profundo la impugnación de un concepto
de ciudadanía vinculado a una noción de individuo independiente y
autosuficiente. Esta idea de ciudadanía olvida que todos los seres humanos
somos interdependientes, que la dependencia es consustancial a la existencia
humana, aunque se manifieste con especial contundencia en algunos momentos de
nuestras vidas, como los inicios y los finales del ciclo vital, o cuando
enfermamos o desfallecemos. Esto es, los supuestos detrás de la Ley de
dependencia invitan a reflexionar (y en el límite operativizan) sobre un
concepto de ciudadanía que incorpore las interdependencias, la fragilidad y la
vulnerabilidad propias de lo humano.
La
modernidad, y especialmente el pensamiento liberal, obvia que todos los seres
humanos somos dependientes en algún momento de nuestras vidas. En este sentido,
es posible pensar la autonomía como una construcción social que tiene que ver
con un determinado modelo de normalidad, lo que tiene su correlato en una
determinada concepción de la dependencia. La dependencia y la vulnerabilidad no
son situaciones raras, excepcionales o accidentales, que sólo le suceden a
‘otras personas’, sino que son rasgos inherentes a la condición humana.
Reflexionar
sobre la vulnerabilidad implica caer en la cuenta de que, aun siendo adultos, sanos
e independientes, somos frágiles. Nuestra subsistencia, nuestra vida, nuestros
proyectos, los sustentan cada día buen número de cuidados, que nos dispensan
otras personas. Existe una continuidad entre los diferentes grados de cuidados
de los que cada persona tiene necesidad. No se trata, pues, de una división
estanca entre personas cuidadas por otras y personas que cuidan, sino que cada persona
es el centro de una red compleja de relaciones de cuidado, en la que
generalmente cada una es cuidada y cuidadora, según el momento o las
circunstancias. Sin embargo, ésta es una idea que no suele ser considerada.
Aceptarla supone asumir que todos y todas somos vulnerables, y revisar el ideal
de total autonomía que preconiza un cierto pensamiento liberal. La interdependencia
es difícil de aceptar, pues ello significa no sólo que dependamos de otros para
nuestras necesidades elementales, lo que ya es bastante, sino que dependemos de
otras personas en todos los ámbitos de la existencia, incluso los más
individualizados en la representación social. Como, por ejemplo, nuestro genio
personal. Pues en una sociedad fundada sobre el ideal de autonomía, reina
también la idea de que somos autores de nosotros mismos, los propietarios de
nuestras ideas y nuestras obras, los artesanos de nuestra inmortalidad.
Los
supuestos detrás de la Ley de dependencia, al menos cuando éstos son
radicalizados, no pueden sino impugnar la idea moderna y liberal de ciudadanía
e identidad. Y en este punto, la Ley de dependencia sería una materialización
tibia, tímida de esa realidad socio-antropológica que constituye la común y
recíproca vulnerabilidad e interdependencia de lo humano.
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