domingo, 9 de febrero de 2014

Día escolar de la no-violencia y la Paz: La Tregua de Navidad de 1914.

El Día Escolar de la No-violencia y la Paz es una jornada educativa no gubernamental fundada en España en 1964 por el poeta y pacifista mallorquín Llorenç Vidal, como punto de partida y apoyo para una educación no-violenta y pacificadora de carácter permanente y que se practica el 30 de enero de cada año, coincidiendo con el aniversario de la muerte de Gandhi.

En esta ocasión, como quiera que, como cada 30 de enero, viene de celebrarse la jornada en los colegios e institutos de toda España, y siendo este año el centenario de la "Gran Guerra", queríamos incluir una efemérides de paz y de memoria en el absurdo de la guerra y la existencia humana. Nos referimos, en este caso, a la Tregua de Navidad de 1914. He aquí la historia.


"Mi nombre es Tom Palmer y soy soldado escocés del Imperio Británico. Sólo tengo una orden: matar alemanes. Y hoy, día de navidad de 1914, he jugado al fútbol con ellos".

El 18 de diciembre fue un día nefasto para el ejército británico en el frente occidental. Un ataque masivo hacia las posiciones alemanas había acabado en una carnicería. Otra más.



La guerra, la Gran Guerra, como la llamarían más tarde los historiadores, había comenzado en verano. Se movilizaron millones de jóvenes con la promesa de que sería breve. Pero las previsiones de los despachos no se cumplieron en el campo de batalla.

Las posiciones de los ejércitos enfrentados en la frontera franco-belga se habían solidificado en dos líneas serpenteantes, una de cada bando, separadas por unas decenas de metros. Eran las trincheras que partían Europa en dos, desde el Mar del Norte hasta Suiza. Y en medio, el campo de batalla; el lugar que sólo se pisaba para avanzar y morir. La zona de nadie.



En las intermediaciones de la ciudad belga de Ypres habían caído heridos o muertos un cuarto de millón de hombres desde que estallara el conflicto. Nunca en un sitio tan reducido se había derramado tanta sangre.

La moral de los soldados agonizaba enterrada entre aquellas trincheras. Y además, el invierno estaba siendo especialmente cruel aquel 1914. Frío, nieve, barro, agua y muerte. Y el final de la guerra no se veía próximo.


Tom Palmer, con apenas 20 años, era el vigía escocés aquella noche mientras sus compañeros dormían. Delante de él, la nieve apenas ocultaba los cadáveres que llevaban ahí días y semanas. 

Cerca de él yacía su amigo Samuel, que había caído nada más abandonar la trinchera. Más adelante los cuerpos de los que habían podido llegar más lejos. Y al fondo, a apenas 60 metros, las trincheras alemanas. ¡Un momento! Algo extraño está ocurriendo allí.

- Están iluminando las trincheras, señor.
- ¿Está usted loco? 

Ahora todos los escoceses miraban con los ojos abiertos hacia la trinchera enemiga. En aquel agujero oscuro, en mitad de ninguna parte, en una nochebuena helada, el ejército británico observaba absorto una hilera kilométrica de pequeños árboles iluminados.

Y por si fuera poco para aturdir a un soldado en guerra, en el silencio de la noche belga, escucharon como el malvado enemigo empezó a entonar un cántico germano, pero conocido mundialmente, llamado "Noche de paz". Cantaban en alemán, claro, pero conocían la melodía. Así que poco a poco los británicos empezaron a cantarlo en su propio idioma.

Separados por la tierra de nadie, dos enemigos enfrentados en combates sangrientos, entonaban el mismo villancico. No se disparó ni una bala aquella noche.

Al amanecer del día siguiente, el día de navidad, todo ocurrió muy rápido. Un alemán se acercó al lado británico con uno de esos arbolitos iluminados. Enseguida un escocés se incorporó, se acercó a él y le tendió la mano. Y detrás de ellos decenas de soldados. Al principio con temor pero enseguida empezaron a intercambiar recuerdos y a enseñar las fotos de las mujeres que les esperaban en Glasgow o en Berlín. Compartieron bebida y comida, jugaron al fútbol y rieron juntos en la tierra de nadie, rodeados de cadáveres que decidieron enterrar.



Sonó una explosión. Todos se pararon. Del sur llegaba el eco sordo de la artillería. Los soldados recogieron sus cosas y volvieron a sus posiciones despidiéndose con la mano de sus rivales en la guerra. 

Tom se quedó quieto como una estatua. Acababa de confraternizar felizmente con su enemigo en una guerra que ya se había llevado cientos de miles de vidas. Y pensó que aquel hecho era absurdo, algo obsceno quizás. Pero un minuto más tarde, cuando todos hubieron regresado a sus posiciones y ya sólo quedaba él en tierra de nadie, con una amarga sospecha concluyó que quizá lo absurdo era todo lo demás.




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